Todos tenemos un buen
Espíritu que se une a nosotros desde el nacimiento y
nos ha tomado bajo su protección. Cumple junto a
nosotros la misión de un padre para con su hijo: la de
conducirnos por el camino del bien y del progreso a
través de las pruebas de la vida. Es feliz cuando
correspondemos a su solicitud; sufre cuando nos ve
sucumbir.
Su nombre nos importa poco, porque puede ser
que no tenga nombre conocido en la Tierra; lo
invocamos como nuestro ángel guardián, nuestro buen
genio; podemos también invocarlo con el nombre de
un Espíritu superior cualquiera por el que sintamos
más simpatía.
Además de nuestro ángel guardián, que siempre
es un Espíritu superior, tenemos a los Espíritus
protectores, que no por ser menos elevados, son
menos buenos y benévolos; éstos son o parientes o
amigos, o algunas veces personas que nosotros no
hemos conocido en nuestra existencia actual.
Frecuentemente, nos asisten con sus consejos y con
su intervención en los actos de nuestra vida.
Los Espíritus simpáticos son aquellos que se
unen a nosotros por cierta semejanza de gustos y de
inclinaciones; pueden ser buenos o malos, según la
naturaleza de las inclinaciones que les atraen hacia
nosotros.
Los Espíritus seductores se esfuerzan en
desviarnos del camino del bien, sugiriéndonos malos
pensamientos. Se aprovechan de todas nuestras
debilidades, que son como otras tantas puertas abiertas
que les dan acceso a nuestra alma. Los hay que se
encarnizan con nosotros como con una presa, pero se
alejan cuando reconocen que no pueden luchar contra
nuestra voluntad.
Dios nos dio un guía principal y superior en
nuestro ángel de la guarda, y guías secundarios en
nuestros Espíritus protectores y familiares; pero es un
error creer que tenemos forzosamente un mal genio
colocado cerca de nosotros para contrarrestar las
buenas influencias. Los malos Espíritus voluntariamente según encuentren acceso en
nosotros por nuestra debilidad o por nuestra
negligencia en seguir las inspiraciones de los buenos
Espíritus; por tanto, somos nosotros quienes los
atraemos. De esto resulta que nadie está jamás privado
de la asistencia de los buenos Espíritus y que depende
de nosotros apartar a los malos. Siendo el hombre la
primera causa de las miserias que sufre por sus
imperfecciones, muchas veces él mismo, es su propio
mal genio.
La oración a los ángeles guardianes y a los
Espíritus protectores debe tener por objeto solicitar su
intervención ante Dios, y pedirles fuerza para resistir a
las malas sugestiones y su asistencia en las
necesidades de la vida.
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