A partir de los datos biográficos de Mesmer, se contextualiza su trabajo terapéutico y se entiende el origen del mismo. Se narran los hechos más importantes en la defensa de su modelo ante una academia, que no comprende ni valora la esencia de su trabajo: el poder de la sugestión hipnótica, poder que ni el mismo Mesmer llega a comprender, perdido entre su propia teoría del magnetismo animal, que le aleja cada vez más de su verdadero descubrimiento. Se describen las experiencias clínicas de Mesmer y su actuar ante determinadas dolencias.
"Debéis saber que la acción de la voluntad
es, en medicina, un importante factor".
Paracelso
es, en medicina, un importante factor".
Paracelso
"Es verdad que, sin saberlo él mismo (Mesmer), ha descubierto algo infinitamente mejor que un nuevo camino. Como Colón, ha dado un nuevo continente a la ciencia, con infinitos archipiélagos y tierras vírgenes que han de tardar largo tiempo en ser explorados: la psicoterapia".
Stefan Zweig
"El magnetismo animal no es en modo alguno lo que los médicos creen: un remedio misterioso. Es una ciencia que tiene sus principios, consecuencias y reglas…. El magnetismo animal podría convertirse en una moda: cada cual querría brillar con ello y sacar del hecho más o menos de lo que hay en realidad. Se haría mal uso de esta propiedad, haciendo que a la postre degenerase en un problema cuya solución quedaría relegada tal vez a los siglos venideros".
Franz Mesmer
El comienzo
Franz Antón Mesmer (1734-1815) nació en la aldea de Itznang, junto al lago Constanza, en Alemania. Era hijo del guardabosque al servicio del obispo local. Estudió teología, primero en Dillingen y luego en Ingolstadt, donde se doctoró en Filosofía. Más tarde se trasladó a Viena, allí cursó Derecho y recibió otra investidura doctoral, esta vez en medicina. El nombre de su tesis doctoral fue: Sobre el influjo de los planetas en el cuerpo humano, de 1766.
Posteriormente, Mesmer logró su independencia económica al casarse con la viuda del Consejero de Corte Van Bosch, quien era muy rica, acontecimiento que le permitió dedicarse a varios de sus pasatiempos, como la ciencia y el patrocinio de las artes musicales. Apoyó a Haydn, Glück y al joven Mozart, pues Leopold, su padre, era su amigo; incluso se atrevió a apadrinar la primera gran producción escénica de Mozart en los jardines de su Mansión, la casa número 261, que emulaba un Versalles en miniatura (Zweig, 1932).
Mesmer se presentó, ante todo, como un hombre polifacético, erudito, con sólida educación, inteligente, de espíritu intuitivo y penetrante, y de carácter sensible y franco. Todo ello es importante a la hora de debatir el juicio que la historia dejó sobre él, de charlatán o curandero. Puede que haya incurrido en muchos errores de concepto e incluso de ideas extravagantes y que llegaron a adolecer de un falso misticismo, pero está muy lejos de ser un embaucador.
Mesmer desarrolló sus ideas del "magnetismo animal" a partir de su trabajo inicial expuesto en su tesis doctoral de 1766. Intentó poner de acuerdo a los principios científicos de Newton y Descartes, entrelazándolos con la vieja astrología de Helmont y Paracelso. Defendió la idea de un fluido magnético universal, reformulando bajo su interpretación las ideas de Newton sobre el "éter" y la gravitación. "Se mueve con la máxima celeridad, actúa a distancia, se refleja y refracta, como la luz; es inactivado por algunos cuerpos y cura directamente las enfermedades nerviosas e indirectamente todas las restantes" (López Piñero, 2002).
En el verano de 1774, Mesmer fue testigo de una notable cura lograda mediante la aplicación de imanes en el cuerpo de un paciente. El trabajo con imanes desarrollado por Maximilian Hell, director del Observatorio Astronómico de Viena, inspiró a Mesmer y lo llevó a construir la hipótesis de que la importancia no estaba en el imán, sino en el magnetismo animal que éste conducía. Mesmer empezó a aplicar sus conocimientos y a experimentar con sus pacientes los nuevos tratamientos, encontrando sorprendentes resultados. Posteriormente, inició su viaje por Europa Central y conoció al sacerdote católico Johann J. Gassner, famoso por sus "curas por exorcismo". Es allí donde reconoció que el fluido animal no estaba limitado a la acción de los imanes, sino que éste también se manifestaba en los organismos vivos, particularmente en el hombre, con efectos análogos a los logrados con el imán.
Por lo tanto, su sistema terapéutico comenzó a basarse en la facilitación del curso del "fluido magnético" por el organismo mediante pases y masajes ejercidos principalmente sobre los órganos enfermos. Mesmer supuso la existencia de polos de atracción y de repulsión animal, cuya fuerza podía ser transmitida (o inducida), modificada, destruida o reforzada. Así, la salud era el efecto final de una distribución equilibrada de fluido vital en aquellos polos. Mesmer llegó a creer que algunos seres humanos poseían propiedades semejantes a las de los imanes y que, por lo tanto, podían transmitir su propio magnetismo animal a otros objetos y personas. Dado que la enfermedad era considerada como producto de una distribución inadecuada o una carencia de magnetismo animal, la curación podía lograrse mediante la corrección de los defectos de distribución o de las insuficiencias mediante el uso de poderosas fuentes de magnetismo vital.
El éxito de una nueva terapia en acción
Una vez Mesmer obtuvo la información de Hell sobre los imanes y su posibilidad curativa, empezó a experimentar con ellos en diferentes pacientes y dolencias. Mesmer atendió por igual a personas con recursos económicos o sin ellos, debido a que su holgada situación le permitía preocuparse más por entender el nuevo sistema de terapia que tenía entre manos, que por lucrarse por medio de él.
Pero ahora veamos cómo se desarrollaron estas iniciales sesiones de terapia. Mesmer aplicó dos imanes a su paciente, uno en el lado izquierdo superior y otro en el lado derecho inferior, esto con el fin de que el misterioso fluido atravesara en circuito cerrado todo el cuerpo, restableciendo la armonía perdida por medio del flujo y el reflujo.
Para aumentar su influencia curativa, Mesmer tuvo colgado al cuello, y dentro de una bolsita de cuero, un imán, pero además quiso transmitir el fluido magnético por medio de otros objetos, por lo cual magnetizó el agua, hizo bañar en ella a los enfermos y también hizo que la bebieran; magnetizó por frotamiento tazas y platos de porcelana, vestidos, camas, espejos (que reflejaran el fluido) e instrumentos musicales que esparcieran por medio de sus notas la virtud curativa.
Mesmer estaba convencido de que la fuerza magnética podía ser transmitida mediante conducciones, embotellada y concentrada en acumuladores (como si fuera energía eléctrica), de manera que creó las famosas "cubas de la salud", un recipiente de madera tapado, en el que dos hileras de botellas llenas de agua magnetizada corrían convergentes a una barra de acero provista de puntas conductoras movibles, de las que el paciente podía aplicarse algunas en la región dolorida. Una vez construida esta especie de "batería magnética" (Zweig, 1932), Mesmer situaba a sus pacientes alrededor de ella, en contacto unos con otros a través de la punta de los dedos, formando una especie de cadena. Lo que Mesmer quería comprobar era que al transmitirse el magnetismo animal a través de varios organismos, la corriente aumentaba. Es importante notar el parecido de este "ritual" con las sesiones de espiritismo, que sólo unos años después se pondrían tan de moda en la nobleza europea y que tanto mal harían al mesmerismo (como estrategia de terapia) al meterles en el mismo saco de charlatanería y superchería.
Mesmer también experimentó magnetizando árboles y lagos, o animales como gatos y perros; en estos casos, sus pacientes sumergían sus pies desnudos en el agua, o se comunicaban con los árboles por medio de cuerdas sujetas a sus manos, mientras él tocaba el violín magnetizado, con el fin de aumentar el efecto curativo.
Y así, Mesmer se convirtió en un personaje famoso en Viena, pues con su particular método curó la gota, convulsiones, zumbido de oídos, parálisis, calambres de estómago, desarreglos menstruales, insomnio, dolores hepáticos y debilidad óptica, entre otras enfermedades. La gente empezó a peregrinar para ver al mago del Danubio y ser tocados por su imán maravilloso. Después de un año de haber empezado a aplicar el imán, el hasta ahora ignorado médico comenzó a ser conocido en toda Austria, Hamburgo y hasta Ginebra, donde doctores locales le rogaron para ser adiestrados en la nueva terapéutica.
Bajo el éxito de su terapia, probada incluso sobre importantes médicos de su época, Mesmer vivió el primer gran momento de su carrera como terapeuta. Fue reconocido por primera y última vez por la academia, ya que el 28 de noviembre de 1775 la Academia de Electorado de Baviera lo incluyó solemnemente entre sus miembros. Sin embargo, fue precisamente en ese momento de éxito cuando Mesmer se desmintió a sí mismo, reconociendo que no era el hierro magnético el que obraba en la curación, sino el magnetizador mismo. Estaba ciertamente a un paso de comprender el efecto de la sugestión, el principio fundador de la hipnosis; no obstante, Mesmer estaba convencido de que el fluido magnético existía como un ente separado y que sólo debía aprender a conducirlo y utilizarlo para emprender el efecto curativo.
El principio del fin
Mesmer repostuló su modelo terapéutico, dejó a un lado la utilización del imán y se enfrentó a la canalización del fluido magnético animal por medio de su persona. Así, Mesmer fue ganando poco a poco fama y a medida que ésta crecía, bajaba su popularidad entre la comunidad científica y médica de Viena. Sus antiguos colegas lo veían con recelo y no aceptaban la invitación que el galeno les hacía para que vieran su método y su efectividad.
Mesmer resintió la frialdad con la que fueron acogidas sus ideas, y eso era sólo el preludio de la persecución y el rechazo que vería gobernar su vida durante muchos años, por lo menos por parte de la comunidad científica, que agazapada, esperaba el momento oportuno para darle el golpe de gracia al Dr. Mesmer y su sistema. Esta oportunidad llegó cuando atendió el caso de la señorita Paradies.
Marie Theresia Paradies era una joven de noble talento, que desde la edad de cuatro años y a causa de la parálisis del nervio óptico, sufría una ceguera incurable. La señorita Paradies se había hecho famosa en Viena por su excelente interpretación del piano. Por tal razón, la misma emperatriz María Teresa la había apadrinado y les ayudaba económicamente a la joven y su familia.
Este difícil caso era todo un reto para la terapéutica de Mesmer, quien se convirtió en su última opción. Mesmer diagnosticó una conmoción general del sistema nervioso y consideró que podía resolverlo con su método (Zweig, 1932). Después de un lento tratamiento, Mesmer sostuvo que le había devuelto la vista a la joven, pero los médicos oftalmólogos que hasta entonces la habían atendido, negaron toda supuesta mejoría, calificándola de fantasía y embuste. Dos aseveraciones contrarias y muy pocas posibilidades nos ha dejado la historia para poder comprobar cuál es verdadera.
Al final, la señorita Paradies no recuperó definitivamente la vista, lo cual habla a favor de la tesis de los médicos; no obstante, en favor de Mesmer estuvo el testimonio del padre de la joven quien, por escrito y con su firma, detalló el proceso curativo de su hija y su lenta evolución hasta poder ver. Sin embargo, en la historia sólo se recordará que tras el ataque virulento de los oftalmólogos para impedir que Mesmer presentara a la paciente ante la emperatriz, se movilizaron el arzobispo, la Corte, la Corporación de Médicos de Austria y su famosa Comisión de Costumbres, que dictaminó poner fin a tal impostura. Mesmer debió interrumpir inmediatamente el tratamiento y la señorita Paradies debió volver al lado de sus padres, nuevamente ciega. Entre bastidores, faltaría contar que antes se puso en contra a los padres de la joven (hasta el momento seguidores de Mesmer), diciéndoles que en caso de que la muchacha recuperara la vista perderían inmediatamente la pensión imperial que tenían asignada y que además, su hija dejaría de ser un espectáculo como pianista.
Después de este desastroso capítulo, Mesmer se autoexilió, primero en Suiza y luego en París, ciudad cosmopolita y abierta que en 1778 lo recibió con los brazos abiertos. La aristocracia austríaca le abrió las puertas de la embajada; María Antonieta misma se interesó mucho por el novedoso método de Mesmer y le brindó su protección. La Francmasonería lo introdujo en el centro de la espiritualidad francesa. Entonces llegó para Mesmer un nuevo período de éxito y reconocimiento popular, pero ante todo lo que él buscaba era el reconocimiento de la ciencia oficial y por eso, en febrero de 1778 solicitó a la Academia de Ciencias que examinara escrupulosamente su método.
Pero nuevamente recibió el rechazo y la Academia rehusó ocuparse de los experimentos de Mesmer. Ante tal respuesta, Mesmer publicó, en 1779, en lengua francesa, su Disertación sobre el descubrimiento del magnetismo animal, y a partir de allí comenzó a crear escuela y a obtener fieles seguidores que años más tarde formarían en diferentes partes del mundo las famosas "Sociedades de la Armonía".
Mesmer no paró de trabajar y de atender a nobles y pobres en sus clínicas en París. Entre sus simpatizantes se encontraban importantes figuras de la época como el Dr. Charles Delon, médico del conde d´Artois, la reina María Antonieta, Madame de Lamballe, el príncipe de Condé, el duque de Bourbon, el barón de Montesquieu y el joven marqués de Lafayette. Con ello, en pocos meses Mesmer y su método estuvieron en auge. Todo noble parisino quería saber qué era magnetizarse; toda persona quería hacer comentarios sobre el mesmerismo. Mesmer estaba de moda y su ciencia permeaba la sociedad, no como ciencia, sino como espectáculo. La fuerza creada por Mesmer inundó toda Francia con un temible fluido contagioso de snobismo e histerismo; había nacido el hijo bastardo del magnetismo animal: el mesmerismo.
Pero había una persona en Francia a quien no le agradó el revuelo que estaban causando Mesmer y su método. El rey Luís XVI era enemigo de agitaciones y desasosiegos, así que decidió ordenar, en marzo de 1784, que la comisión de médicos y la academia crearan una comisión especial que estudiara el magnetismo animal y sus consecuencias. De esta forma, se creó la "Comisión" más imponente que habría podido nombrarse, con figuras de primera línea del mundo académico, como el Dr. Guillotin (célebre por inventar la cura que en un segundo acaba con todas las enfermedades terrenales: la guillotina); Benjamín Franklin, inventor del pararrayos; el señor Baily, astrónomo, más tarde alcalde de París, y Jussieu, célebre botánico.
La "Comisión" estudió el método de Mesmer en busca del fluido magnético animal y su fatídico dictamen fue que éste no existía y, por lo tanto, tal terapéutica era inútil, y acaso los accesos catárticos violentos de los pacientes podrían producir problemas a largo plazo sobre su salud. De esta forma, concluyeron que todo el proceso de sanación era producto de la imaginación y la fantasía, cuando en el fondo el poder yacía en la sugestión. Pero ellos tampoco la vieron, simplemente juzgaron y rechazaron a Mesmer y su terapéutica, como hicieron con el pararrayos de Franklin, la vacuna de Jenner o el buque de vapor de Fulton. Abría que esperar cien años (1882) para que la hipnosis fuera reconocida oficialmente por la Academia, gracias a Charcot.
Pero no fue el dictamen de la "Comisión" lo que ahuyentó a Mesmer de París, fue la revolución. Cuando ésta llegó, temió por su vida, perdió toda su fortuna y también todos los pacientes que podría atender con su método. La época y sus convulsas guerras lo obligaron a exiliarse en Suiza, en un pequeño cantón en Frauenfeld, donde viviría de ejercer como médico, atendiendo a campesinos, segadores, queseros y sirvientas.
La gente creyó que había muerto y cuando un emisario de la Academia de Berlín fue a buscarle en 1812 para un nuevo estudio y rectificación sobre su método, Mesmer no aceptó presentarse ante la comisión. Le recibió, le dio toda la información, le mostró cómo atendía sus pacientes, pero ya no quería más batallas y luchas para defender su método; estaba convencido que la historia le haría justicia tras su muerte.
Y como para cerrar el círculo de su vida en un Mándala perfecto, Mesmer volvió a orillas del lago Constanza y el 5 de junio de 1814, ya octogenario, recibió a la muerte, mientras un seminarista tocaba su bienamado armonio, el armonio que le acompañó toda la vida y en el que el joven Mozart hiciera sus primeros ensayos.